Por: Carmen Vizzuett Resendiz


La apropiación cultural y la “gentrificación de la vida pública” que las derechas mexicanas han enarbolado a lo largo de los casi 5 años de gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador representan la constante de su concreción ideológica en un actuar por demás ineficiente.


Han sido de todo: expertos en aviación y aeronáutica, ambientalistas de ocasión, feministas, epidemiólogos y hoy el colmo, indigenistas.


Al inicio del sexenio probaron con creces su ideario conservador, desconociendo incluso la existencia de la colectividad más pura: el Pueblo. Hoy tras muchas derrotas electorales y la propia desarticulación de sus institutos políticos voltean hacia este ente abstracto que desconocen y han negado; para ofrecerle una nueva posibilidad.


La construyeron con una mujer, a la que los medios convencionales de comunicación ya le han construido un tinglado telenovelesco similar al que construyeron con Peña Nieto; pero que no se basa en el romanticismo, sino en el echaleganismo y más pareciera de la “Rosa de Guadalupe”.


De origen indígena, o más bien mestizo; como casi todos en este país, surge de una historia en la que “su abuela murió tirada en un petate por falta de atención médica” y “vendió gelatinas para ayudar a su familia” teniendo la fortuna de “recibir una beca para poder estudiar” y así superarse, convirtiéndose automáticamente en la apología de la superación y el mejor argumento para sustentar la afirmación de “el pobre es pobre porque quiere”. Así se construye la apología de la meritocracia de una mujer a la que “ningún cabrón le ha dado nada”.


Es impresionante la capacidad mutágena que los personajes de las derechas en México poseen, hace menos de un mes, el candidato oficial prácticamente era Santiago Creel, personaje más que gris transparente, valentón y harto cuestionable. Sin embargo, la realidad superpuesta sobre sus ojos les hizo ver que necesitarían fabricar un nuevo perfil, más sumisa y controlable que la inestable Lili Téllez, más colorida que Creel, y a quien pudieran construir una parafernalia de origen humilde para tratar de conectar con eso que desconocen y no entienden: El Pueblo.


La senadora llega con un desgaste propio de quien ha sido la empleada de las derechas. Para ellos es una persona que no conoce límites propios del bien actuar: molestó al “Jefe Diego” por balconear a los invitados de su cumpleaños 76; no es grata para un Carlos Slim, o para un Carlos Salinas, pero es más maleable que una Lili Téllez. Cuando es incapaz de mantener un discurso coherente espeta risotadas estridentes y vergonzantes; su léxico soez y de toda falta de sintaxis, la hace parecer del Pueblo, piensan; mientras que su origen “humilde e indígena” evitará que puedan llamarla peyorativamente, fifí.


Se requiere de una tremenda ignorancia o de una apabullante soberbia para creer que con este ardid podrán engañar a un Pueblo cada vez más politizado, consciente y dueño de su realidad.


Ser indígena no es una elección personal; sino una vivencia colectiva que incluye el idioma, sus significantes y una cosmovisión propia que resiste y persiste a la asimilación de una sociedad postmoderna que todo lo deglute, que todo se apropia y que todo gentrifica. Xóchitl Gálvez es hija del privilegio en su propio entorno y utilizó esas ventajas no para reivindicar sus orígenes sino para coadyuvar con la asimilación de lo indígena en el modelo neoliberal formando parte del gabinete de Vicente Fox, jamás ha reivindicado ni reivindicará lucha indígena alguna; pero ahora es la apuesta de las derechas para convertirse en una candidata indigenista, con la que los conservadores y oligarcas intentarán enfrentar la continuidad de la cuarta transformación. Mala tarde para ser parte de las derechas mexicanas.

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